Tan arriba, tan llena y tan sola, la luna adivinaba sus intenciones pero no tenía a quien advertir. Vio cómo cerraba tras de sí la puerta y cómo tomaba el camino al bosque con un hacha en la mano. Se servía de la luz de las estrellas para avanzar sin tropiezos por la senda y de su instinto, supuso la luna, cuando ya se internó entre los árboles que con su frondosidad guardaban la noche.
Privada de visión, aguzó el oído y escuchó sus pasos, blandos sobre la hierba, seguros en su marcha. Sentía cuando se detenía por su respiración, más lenta, e intuía que en sus pausas buscaba algo, no lo encontraba y reanudaba la marcha.
En un claro, encontró el tocón de árbol que buscaba. Posó el hacha y se agachó para recogerlo. Tenía escarcha, y bajo la escarcha, musgo. Y pesaba. Lo agitó, acercó su oído. Algo se movía en su interior. Hizo una pequeña señal en el aire, pronunció unas palabras y a un lado del tocón se abrió una portezuela por la que salieron corriendo dos pequeños gnomos desnudos.
Bajo el brazo lo llevó a su casa, mientras en lo alto, llena y sola, la luna se revolvía, incapaz de gritar “Stop!”. Asomaba su luz en las ventanas, y le contaba que sobre una mesa, el tocón, todavía con la portezuela abierta estaba listo y que el leñador yacía en el suelo con el corazón en la mano y la intención de guardarlo en el nuevo cofre, a salvo de roturas.
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