Búfalos y dromedarios lo llevaron hacia las tierras donde ya se confundían las lindes de Asia con las de Europa. También tomó barcos y trenes hasta llegar a su destino.
Nada más concreto y confiable que
la piedra, en ella está la clave, pensaba Pierre, que cada noche seguía tocando
a Dios con sus dedos oníricos y en cada amanecer se le escapaba entre el pincel
y el lienzo. Nada como Florencia. Algún Buonarroti quedaría por aquellos lares
-sino allí, en Caprese- cuyos recuerdos familiares lo iluminasen y le abriesen
la puerta al mundo del que su ancestro Miguel Ángel entraba y salía con la
misma facilidad que pintaba los cuadros y tallaba estatuas.
Caminó por las calles, preguntó a
los paseantes y también en las tiendas. Encontró el taller casi a las afueras
de la ciudad, con un letrero que rezaba un simple “Scuola Buonarroti”. Y entró.
Los alumnos, de mandilón cubierto
de polvo o pintura, según su ocupación, apenas le dirigieron una mirada. El
único que le prestó algo de atención fue un barbudo señor que cincelaba un
bloque de piedra. Mármol, seguramente.
-¿Es usted el maestro Buonarroti?
-El mismo.
Pierre le contó sus sueños, le
mostró sus lienzos y, con interés, el Buonarroti del siglo XIX, asentía
comprensivo. Lo miró con cierta preocupación cuando le razonó sus pretensiones
“y si, inspirados por Él, podemos expresarlo de diferentes formas
artísticas…también habrá una forma de convertir nuestras obras en Dios, de
invocarlo, ¿no?...alguna piedra filosofal que haga trascender el arte hasta el
Más Allá moldeando a Dios según nuestros deseos…”
Buonarroti alcanzó una de las
piedras que habían caído al suelo al golpear el bloque con el cincel.
-¿Te refieres a una piedra como
esta?
-Si es mágica, sí.
-Muchacho, ésto es lo que buscas.
Coge tu pincel y da tres pasos atrás.
Pierre, obediente, retrocedió
unos pasos. Los alumnos observaban de reojo. Buonarroti inclinó su brazo
derecho hacia atrás, tomando impulso, y a continuación, con fuerza, lanzó la
piedra a la frente de Pierre que, conmocionado, cayó al suelo. Avanzó hacia
Pierre, se inclinó sobre él y en su oído, con la voz hecha un susurro, le dijo “Cuando estés junto a Él, píntalo
a tu antojo. Luego me cuentas”