martes, 11 de octubre de 2011

Tambores de pasión

Cuenta Fray Rotundo en las crónicas del viejo monasterio que, bien de mañana, una joven despeinada, colorada y con pajas en el pelo, acudió a él con la llamada de auxilio del único vecino de cuyo bautizo no había constancia en los libros.

Corrieron ambos entre la niebla matutina todavía a medio desperezar entre los árboles y las hierbas del camino. Los pocos pajarillos de los que se advertía presencia no cantaban, y sólo sus aleteos entre rama y rama delataban que había vida en el bosque. A lo lejos, la casa.

Como todas las casas, guardaba silencio, pero a diferencia de las demás, su pajar, a través de los pulmones del vecino, parecía respirar. Tras un fugaz saludo, echó a hablar de la gran lujuria que lo embargaba al esconderse el sol –la chica asentía, dándole la razón- y al coronar el cielo la luna llena; decía que lo que para él antes era soñar, ahora era una realidad que hacía las delicias de toda mujer –la chica asentía, dándole la razón-, pero que a él lo consumía en las horas oscuras.

-Me temo –dijo, Fray Rotundo- que es cosa de íncubos.

-Más temo yo, hermano, que sea un demonio. Un demonio en los cojones. Tocando el tambor.

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