La difícil onomatopeya de un helicóptero en vuelo despeinaba los árboles de ambas orillas del río y ocultaba el latir de mi corazón, casi tan rápido como las aspas giratorias y tan a punto de saltar, como el resto de mi cuerpo, hacia el agua.
Asomando la nariz al vacío veía también un par de paracaídas, ya desplegados y volando y cayendo bobamente. El siguiente era yo. Sentía frío en la cara e Hiroshima en la sangre. Con un salto, agua y tierra sólo serían soportables –más que nunca- a falta de aire.
Me puse en pie. Aseguré las gafas y miré abajo. El monitor de salto, acompañante obligado, me dio un golpecito en la espalda.
-¿Y tu paracaídas?
-Por favor…
Salté, y su voz se retorció en mil maldiciones en la estela de mi vuelo. Los del paracaídas apenas tuvieron tiempo a reaccionar y cuando lo hicieron, muchos metros más abajo, mientras te estremecías húmeda en la ducha, yo caía al embalse.
2 comentarios:
Me mola
Cuando lo escribí pensé que salvo a mí a pocos les gustaría. Gracias, tío :)
Un abrazo.
Publicar un comentario