En las calles, el polvo que el
desfile había levantado se mezclaba con el que de vez en cuando estornudaba
alguna que otra casa enferma por las explosiones y los disparos pero engalanada
con banderas victoriosas.
La multitud, cansada ya de
combatir y padecer, había aplaudido a un ejército entrante, que sonreía y
saludaba, como creyendo que en vez de en tanques, llegaban a lomos de elefantes
de circo.
Reunidos en la Plaza Mayor , gentes y militares
escucharon el discurso del nuevo caudillo. Un nuevo dictador de vieja escuela -un
tipo entusiasmadamente duro y sin tiempo para coñas, muy bueno en lo suyo: matar-
que ante los micrófonos de la tribuna presidencial se enorgullecía de haber
vencido cuando las estadísticas estaban en su contra y los números parecían
darle la espalda. Un nuevo dictador de vieja escuela, que ante una ciudad
perpleja, prometía fusilar a todo enemigo, empezando por los libros de matemáticas
y siguiendo por todo aquel que supiese cuánto suman dos más dos.
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